No es un fenómeno argentino sino
global. Es el desencanto con la “política” que atraviesa a una gran cantidad de
sociedades democráticas. Un desencanto vinculado a la distancia que se verifica
entre las expectativas de las promesas a los electorados y las concreciones
efectivamente alcanzadas por la clase política. El descreimiento, la
indiferencia y la apatía electoral son la resultante de este desajuste.
¿Eso significa que los políticos son malos, son
incumplidores, etc.? A priori parecería que sí pero una mirada más objetiva nos
debería llevar a reconocer que la actividad del “político” es una profesión
como cualquier otra aunque tiene ciertas particularidades que las diferencian
del resto. Explicaremos ahora esto en detalle.
Por un lado debemos convenir que es una
profesión como cualquier otra en el sentido de que se ejerce como medio de vida. Eso no
significa que no exista al comienzo un altruismo o una idea de querer mejorar
la sociedad donde se vive. Es más, esto puede coexistir con el hecho de
constituir el medio de vida. El reconocer esto supone dejar de idealizar al
político como una figura que está al “servicio” de la sociedad
exclusivamente.
Pero por otro lado esta profesión tiene
particularidades respecto de otras debido a que el ejercicio de esta carrera
profesional está sometida a niveles de incertidumbre que otras profesiones
carecen o tienen en menor medida. La profesión del político está sometida a los
vaivenes de las circunstancias electorales. Una mala elección o una coyuntura
política desfavorable puede hacerlos expulsar de la esfera pública. Ello
conlleva a que la necesidad de supervivencia dentro del sistema político termine
por flexibilizar sus ideas, valores, creencias en pos de poder mantenerse
dentro del mismo. Esta conducta podría ser desaprobada desde lo ético pero es
absolutamente racional desde el punto de vista económico. El político no deja
de ser un agente económico más que actúa con criterios de racionalidad.
Se podrá señalar que otras profesiones no están
sometidas a la tensión de las coyunturas electorales o de cambios de gobierno
pero sí están sometidas a las tensiones del mercado dentro del cual se
desenvuelven. Ello es cierto, pero debemos convenir que otras profesiones
poseen un mayor grado de estabilidad que la del político. Dependen más de sí
mismos. El político que es expulsado del sistema – el volver al llano - debe buscar una nueva profesión o pretender
volver a la que se ha formado aunque las posibilidades de ello son reducidas
(la edad y su no ejercicio atentan en su contra). Por ello, el objetivo
prioritario del político es permanecer dentro del sistema al precio si es
necesario de cambiar de posición política, ideas, alianzas, etc. Debe acompañar
las grandes tendencias y giros de la política para poder sostenerse. Constituye
entonces una carrera como cualquier otra.
Pero hay una segunda particularidad y es que la
ocupación de cargos públicos electivos supone una toma de posición en temas o
problemas que atañen al interés de la sociedad, algunos de los cuales son por
demás sensibles. Y en estos casos el abordaje de los mismos y su resolución debido
a su complejidad supone la posibilidad de asumir costos para el político que
pueden
implicar el riesgo de que su carrera política
termine o se vea dañada. Por ello, el político profesional trata de abordar
temas que impliquen el menor riesgo posible
para su carrera mientras que frente a los problemas de alta complejidad
lo que se tiende es a administrar los mismos – hacer como que se ocupa de ellos
– pero sin comprometerse en su resolución. En definitiva hacer como que se
hace. Subyace una racionalidad que mide costos vs beneficios.
Esto puede ser criticable pero deberíamos
preguntarnos qué haríamos nosotros si estuviéramos en su lugar.
Es fácil exigir
grandes transformaciones cuando es el otro el que las tiene que acometer –
asumir los riesgos y los costos - y no uno. Algunos podrán decir que en
definitiva es lo que el político decidió como opción al elegir esta actividad pero
deberíamos preguntarnos si nosotros en nuestras actividades estaríamos
dispuestos a enfrentar situaciones complejas cuando estas pueden evitarse o
diferirse.
Los políticos constituyen agentes económicos
racionales como cualquier otro que se desenvuelven en un ámbito (un mercado)
donde se compite (tanto por cargos electivos o técnicos) tratando de maximizar
beneficios y reducir costos. Deberíamos despojarnos de la idea del político o
del funcionario como alguien especial que por su actividad es distinto al resto
de los mortales. Ello significa que pueden con su accionar maximizar su
beneficio sin que ello signifique maximizar el beneficio de la sociedad.
Finalmente, no es un hecho menor que la
“política” también se ha transformado en un mecanismo de ascenso social lo que
profundiza la importancia de los aspectos antes señalados. Por ello es que adquiere
además un carácter hereditario, como una suerte de capital simbólico –
contactos, relaciones – que es transferido por el político profesional a su
descendencia. No debería sorprendernos por
ello que los apellidos se repitan como una suerte de casta a lo larga de las
distintas décadas.
Si este comportamiento lo racionalizamos desde
una óptica económica, si apelamos al sentido común, deberíamos esperar menos de la política y de los
políticos aunque estos resulten indispensables para el funcionamiento del
sistema democrático. Pensar más en lo que podemos resolver por sí mismos como
agentes económicos que somos y menos en lo que los políticos nos pueden
resolver. Gran parte de la apatía e indiferencia de la sociedad hacia la política
podría explicarse por este diagnóstico y ello lejos de ser perjudicial puede
ser saludable para el bienestar de la sociedad al tener expectativas más
moderadas acerca de los que nos pueden resolver los políticos.