jueves, 3 de septiembre de 2015

Consumo de bienes privados vs. consumo de bienes públicos



La vorágine del consumo no afecta a todos los bienes y servicios por igual. Podemos distinguir en este sentido dos universos de bienes: los bienes y servicios provistos por el sector privado por un lado y los que son provistos por el Estado que denominamos como bienes públicos.

Los primeros se caracterizan por venderse en el mercado, poseen en consecuencia un precio, su consumo es impulsado por la publicidad, en muchos casos  ofrecen imagen o status a los consumidores que los adquieren y cuentan en las economías de mercado con una agenda de política económica que sirve de soporte a la posibilidad que puedan ser adquiridos de manera creciente. Son ni más ni menos que la respuesta que brinda el sistema productivo al proceso de creación de necesidades que provoca en los consumidores.


El segundo universo está conformado por los bienes y servicios públicos que son provistos a los consumidores por los Gobiernos. Estos, a diferencia de los primeros, carecen de un marketing y de una publicidad que los haga atractivos a los consumidores. Se nos entregan como contrapartida por los impuestos que pagamos. No se “venden” en el mercado ni tienen un “precio” como los privados. Se financian con tarifas o vía impuestos.

Mientras el primer universo – los bienes privados - está compuesto tanto por bienes indispensables como por bienes superfluos - y estos últimos son cada vez más crecientes dentro del total de la oferta de bienes privados -, los provistos por la esfera pública siempre son indispensables. Pensemos tan solo en los servicios de salud, de educación, de seguridad, de mantenimiento de los espacios públicos, de la recolección de basura por solo citar algunos de ellos. Sin ellos nuestra vida sería imposible. Por el contrario podríamos prescindir de muchos bienes privados y nuestra vida en nada se alteraría.

Pero estos dos universos de bienes y servicios señalados no se encuentran en equilibrio. Se verifica un desequilibrio creciente en favor de la importancia de los bienes privados y en detrimento de los públicos lo que nos aleja de la idea de lo que Galbraith denominaba la necesidad de un “equilibrio social” entre bienes privados y públicos.

Varios son los factores que han provocado un corrimiento de la frontera a favor del universo de los bienes privados. En primer lugar, existe una diferencia vinculada a la utilidad. Los bienes y servicios públicos  valen o son útiles por la utilidad que prestan a los consumidores pero carecen de ese otro componente de utilidad que denominaremos como utilidad indirecta que podemos definir como la capacidad de mejorar el posicionamiento del individuo en la sociedad, aportando imagen o  prestigio a quien los adquiere o consume. Los bienes públicos son la antítesis de ello ya que en general son de alcance y cobertura universal a todos los consumidores en las economías de mercado modernas y se alejan de los intereses del paradigma individualista. El consumo de los mismos no contribuye a generar ningún factor de diferenciación entre consumidores.

En segundo lugar, al no ser adquiridos por los consumidores en el mercado tienen por ello una menor valorización para estos. En la economía de la sociedad de consumo los bienes valen más si tienen un “precio” y son adquiridos en el mercado por los consumidores. Los bienes públicos no tienen precio ni se adquieren en el mercado. Su “precio” está en relación con la detracción que a través de impuestos el Estado le hace a los ingresos de los consumidores. Y toda detracción de los ingresos en general es percibida por los consumidores como algo negativo a sus intereses.

Si uno de los componentes de la política económica moderna es la baja de impuestos para poder aumentar el ingreso disponible de los consumidores a efectos de liberar recursos que les permita utilizarlos en la adquisición de bienes privados, ello trae aparejado limitaciones crecientes en los ingresos del fisco afectando tanto el volumen como la calidad de los bienes públicos ofrecidos a los consumidores. La menor calidad y precariedad de los bienes y servicios públicos ha significado en muchos países una concentración en el consumo de estos bienes por parte de los sectores sociales de menores ingresos.

Por el contrario, los sectores de medianos y altos ingresos cada vez consumen bienes que son de naturaleza pública pero provistos por el sector privado. La educación privada, la salud privada, los servicios de seguridad privados son algunos ejemplos de lo señalado.

El avance de lo privado sobre lo público mediante la transferencia creciente de actividades a la primera esfera, a partir del deterioro en la calidad de la oferta de bienes públicos, termina reforzando la agenda de política económica tendiente a reducir los impuestos sobre los sectores que tienen una mayor capacidad de consumo, ya que son estos los que permiten mover la rueda de la generación de nuevas necesidades y la satisfacción de las mismas por parte de la producción privada. Surge espontáneamente en amplios sectores sociales la pregunta del ¿porqué pagar impuestos por bienes públicos que al ser de mala calidad no consumo y que he reemplazado por la oferta privada? No parece ser “políticamente ni moralmente correcto” la formulación  de esta pregunta ya que expresa la ausencia de solidaridad y equidad social pero convengamos que subyace este razonamiento en los sectores sociales que pueden acceder a bienes de naturaleza pública provistos por el sector privado.

Podemos hacer el razonamiento más sencillo: pongamos a cualquier consumidor en la disyuntiva de ofrecerle aumentarle los impuestos para mejorar un servicio público o proponerle reducirle los impuestos a efectos de permitirle con el mayor ingreso disponible consumir más bienes privados. Seguramente elegirá la segunda alternativa y más aún la elegirá si ya ha reemplazado el consumo de bienes públicos provistos por el Gobierno por bienes públicos provistos por el sector privado. No tiene sentido para él, desde su lógica individual seguir tributando impuestos por contraprestaciones que ya no recibe.

Claramente en la sociedad de consumo moderna donde prevalece lo individual sobre lo colectivo, resulta una lógica consecuencia el predominio de los bienes privados sobre los públicos.

Este tipo de conductas de los sectores de medianos y altos ingresos no es un hecho menor ya que conforman lo que hoy se conoce como la opinión pública. La opinión de esto sectores sociales es la que importa al mundo de la información – diarios , revistas, televisión , radio, internet - ya que este mundo vive de la publicidad y esta es aportada principalmente por el mundo de la producción que es el que crea las nuevas necesidades de consumo las cuales se destinan a los sectores sociales antes aludidos. Esta opinión pública que expresa los intereses de los consumidores de bienes privados es la que termina degradando - voluntaria o involuntariamente - la importancia de los bienes públicos.

Es lo que Galbraith ha denominado en su libro La Sociedad Opulenta como la mayoría satisfecha. Esta mayoría a la que le importa seguir las pautas de la sociedad de consumo y que demanda permanentemente a la política  menos impuestos a tributar, es claramente funcional al modelo consumista. Lo señalado va más allá de la mera disputa entre bienes privados y públicos sino que esconde una profunda fractura entre quienes consumen bienes privados y quienes sólo pueden consumir bienes públicos.

Que una comunidad pueda tener una nueva escuela, mejores espacios públicos, mejores caminos o mayores y mejores lugares de esparcimiento para su población, ello supone que cada contribuyente deberá aportar para ello los recursos necesarios a través de impuestos. Pero si se le permite disponer de esos ingresos la sociedad de consumo le ofrecerá un menú de bienes (privados) que podrá adquirir con esos recursos que deja de aportar al fisco y siempre se termina optando por los bienes privados limitando cualquier posibilidad de mejora en la cantidad y calidad de los bienes públicos.

Lo que subyace en definitiva es la priorización en la satisfacción de las necesidades privadas antes que las públicas, de las individuales sobre las colectivas. No solo existe esta priorización a favor de los bienes privados sino que además los consumidores no tienen la necesidad de demostrar la necesidad de adquirir los mismos. Por el contrario, para poder construir infraestructura que posibilite mejorar la oferta de bienes públicos el Estado debe demostrar su necesidad a los contribuyentes. Necesidad que debe ser demostrada a una opinión pública conformada por los satisfechos que desean pagar menos impuestos al ya haber estos optado muchas veces por el consumo de bienes de naturaleza pública provistos por el sector privado.

Existe una clara discriminación entre bienes privados a los que se alienta adquirir y los bienes públicos considerados como de segunda categoría.

Tomemos el caso del “bien público seguridad”.  El sector privado puede reemplazar muy limitadamente a lo público en la provisión de esta seguridad. Mientras la mayoría satisfecha está dispuesta a degradar la calidad y cantidad de la oferta de bienes públicos en aras de pagar menos impuestos al estar abastecidos de los mismos por el sector privado, no acontece lo mismo con el bien el cual no puede ser provisto por alguien distinto del Estado

Cuando los hechos de inseguridad afecta a los sectores de menores ingresos que poco consumen y pocos bienes detentan, estos pasan inadvertidos para los medios de comunicación. Cuando la inseguridad atañe a los satisfechos, a los que consumen, aparecen en la agenda pública las demandas de mayor seguridad, de leyes más duras, de un mayor equipamiento de las fuerzas de seguridad, de cámaras de seguridad en las calles, de mayor inversión en el sistema carcelario, etc. 
Esta demanda por seguridad, que responde a una necesidad objetiva, requeriría de mayores recursos que los disponibles lo que significaría la necesidad de mayores impuestos y aquí tenemos la contradicción: por un lado se coloca como ícono social el poder aumentar la posesión de bienes privados pero somos reticentes a aumentar los desembolsos – impuestos – para tener un sistema de seguridad que resguarde precisamente de la inseguridad y el delito esos bienes privados que adquirimos.

Nos escudamos para ello en que el estado debe ser más eficiente en la administración de los recursos de los contribuyentes pero pocas veces – casi nunca – reconocemos que aparte de exigir una mejor administración de los mismos también se requiere mayores recursos que los aportados y que debe traducirse en más impuestos. Pero exigir ello – más impuestos - choca con los intereses del sector privado tanto en su rol como productor de bienes y servicios de naturaleza privada  así como oferente de bienes y servicios de naturaleza pública. Pero por sobre todo choca con los intereses de los individuos en su rol como consumidores.

 El desequilibrio entre bienes públicos y privados no es uniforme entre sociedades y países. En los países donde el Estado de bienestar se encuentra en retroceso frente al mercado “los que consumen” se abastecen de bienes públicos en la esfera privada – principalmente la salud y la educación – En ellos sus ingresos se ven sometidos a una doble presión: la necesidad por un lado que dicta la sociedad de consumo y a su vez proveerse de bienes públicos de calidad en la esfera privada. Requiere esfuerzos y sacrificios mayores. Siendo ello así, el sistema económico – productivo de estos países debería repensar en qué medida es funcional a sus propios intereses el actual escenario en que los consumidores deben asignar una porción sustantiva de sus ingresos a proveerse a través del sector privado, de bienes que podrían ser ofertados por lo público en calidad y a menores costos lo que liberaría ingreso disponible para que los consumidores pudieran adquirir una mayor proporción de bienes privados.

Si ello sucediera el conflicto ya no sería entre bienes públicos y bienes privados sino dentro del sector empresarial entre los que proveen bienes privados y los que proveen bienes públicos provistos por empresas. La solidaridad de intereses dentro del propio sector empresarial o la estrechez de miras les impide plantear esta alternativa. Es lo que explica que adhieran a un discurso que no propugne dotar de más recursos a la provisión de bienes públicos.

La estrechez de miras también alcanza a los consumidores. Si estos analizaran en profundidad el desequilibrio existente entre bienes privados vs. públicos seguramente se darían cuenta que lo que no pagan vía mayores impuestos, lo terminan pagando con creces a través de proveerse de los bienes públicos en la esfera privada.

Ud. lector podría señalar que el argumento de darle más recursos al Estado vía más impuestos sólo sería válido si damos por supuesto el uso eficiente de dichos recursos por parte del Estado lo que generalmente no ocurre. Pero el argumento de la baja gestión estatal de los recursos es en realidad otro problema a resolver independiente de la cuestión central que es la necesidad de dotar a “lo público” de los recursos que les permita una provisión de bienes públicos de calidad y bajo costo. Ambas cuestiones deben ser resueltas simultáneamente. Poner eje solo en la eficiencia y no en mayores recursos es garantía que nunca alcancemos tener bienes públicos de calidad. Y mayores recursos exigen por un lado de mayores impuestos a los que tienen capacidad contributiva de aportarlos.

Si no queremos mayores impuestos a los consumidores, los recursos fiscales para la provisión de bienes públicos, pueden obtenerse de racionar las ayudas económicas vía subsidios o desgravaciones impositivas del que goza el sector privado. Un progresismo moderno que se precie de tal  debería  tener este principio como ejes de su acción.

Promover un mayor equilibrio entre bienes públicos y privados y al mismo tiempo ser permisivos en el otorgamiento de ayudas económicas al sector privado resulta un total contrasentido. Si es innegable que la competitividad de una economía está cada vez
más determinada por la calidad de sus recursos humanos, resulta por demás indispensable contar con los recursos fiscales que permitan disponer de un sistema de educación pública que asegure la provisión al sistema productivo de recursos humanos de calidad.


Un sistema educativo de calidad e incluyente debería ser la principal política activa de una economía moderna y competitiva. En tal sentido, toda propuesta de política de ayuda económica al sector privado productor de bienes y servicios de naturaleza privada debería ser analizada bajo el prisma de los bienes públicos que se dejarían de producir con los recursos que se derivan a la producción de bienes privados. Si hiciéramos este ejercicio muy probablemente muchas políticas productivas se descartarían. Y este ejercicio resulta mucho más necesario cuando se trata de economías de mercado con marcadas inequidades y desigualdades. Pero siempre es preferible ocultar la contradicción existente cuando lo que se trata es de defender los intereses del sistema productivo.

El trasfondo de la cuestión de la prevalencia de los bienes privados sobre los públicos hoy imperante en la mayor parte de las economías de mercado es que nos han inculcado privilegiar lo uno sobre lo otro. Y ello se correlaciona con el privilegio de los ámbitos individuales sobre los colectivos. Se ha impuesto la idea de que lo público, lo que no poseo en forma exclusiva al ser propiedad de todos es de menor importancia que lo privado. Pretendemos bienes públicos de calidad  pero a la vez pretendemos pagar menos impuestos que nos libere ingresos para poder consumir una mayor proporción de bienes privados. Es un total contrasentido.

El contraste entre bienes públicos y bienes privados también se correlaciona con la contradicción existente en la sociedad moderna entre los intereses inmediatos de los individuos más vinculados con la esfera de lo individual y por ende con la adquisición de bienes privados, y los intereses no inmediatos que se relacionan con los de la comunidad y que atañen a la provisión de bienes públicos. La temporalidad juega un papel determinante. La inmediatez predomina en la sociedad de consumo. Atañe a  los bienes que se adquieren y consumen en el presente que son por naturaleza privados. Por el contrario, cuando se trata de producir un nuevo bien público con los recursos que se generan a través de los impuestos de los contribuyentes, se está aportando para consumir un bien o servicio que estará disponible en el futuro (una nueva escuela, una ampliación de un hospital, una nueva autopista). En definitiva, los bienes presentes que se consumen hoy son más valorizados que los futuros donde su posible consumo es incierto. Los primeros tienen que ver esencialmente con la esfera privada mientras que los segundos con la pública.

Si fuéramos capaces de despojarnos por un momento de nuestro rol de consumidores de bienes privados y poder comprender el antagonismo existente entre los intereses públicos y los privados, difícilmente estaríamos dispuestos a aceptar el desequilibrio hoy existente a favor de lo privado. Más no podemos darnos cuenta. Tratamos apenas de actuar y de pelear legítimamente de acuerdo a lo que entendemos que son nuestros intereses pero mientras más lo hacemos más contribuimos al desequilibrio.  Como señala el poeta y sociólogo español Jorge Reichmann:
“Si la sociedad consagrase al esfuerzo de satisfacer las necesidades básicas de los más pobres siquiera una fracción de la ingeniosidad y los recursos que se destinan a moldear las preferencias de consumo de los que tienen poder de compra, hace mucho que se habría erradicado la pobreza y el hambre”.

La propia clase política hace su contribución al desequilibrio:  es la primera en utilizar los bienes privados de naturaleza pública: mandan a sus hijos a colegios privados, cuidan su salud a través de la medicina privada y viven en countries o barrios privados y por ende gran parte de su sistema de seguridad personal es privada. Es decir que para ellos la problemática de los bienes públicos es algo que les atañe desde lo “político” pero que en nada se relaciona con su persona o familia. ¿Qué grado de compromiso podemos esperar para fortalecer la oferta de bienes públicos si la propia

clase política no es usuaria de la misma? ¿Qué sucedería si se obligara a ministros y secretarios de estado a utilizar la oferta de servicios públicos como condición para poder acceder a los cargos? Seguramente el compromiso con los bienes públicos sería mayor y terminaría con este doble estándar de defender lo público y utilizar en lo personal los bienes y servicios privados.

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